Una casa rural en el pueblo te cambia todo

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Mi familia y yo nunca habíamos pisado el mundo rural. Estábamos acostumbrados a la vida en la ciudad. Y eso ya sabemos lo que supone. Un ritmo acelerado y una dependencia excesiva de la tecnología. Sí, somos de esos que no podemos vivir sin el móvil. Aunque como suele ocurrir en estas cosas, de repente todo cambia. No imaginaba que un fin de semana en el campo podría significar para nosotros un antes y un después en nuestra vida. Sin embargo, un día decidimos hacer un movimiento tremendo.

Supongo que para otros es algo normal, pero para nosotros los urbanitas, reservamos una estancia en una casa rural en un pequeño pueblo de montaña. Nunca lo habíamos hecho, y aunque es cierto que son muchos los que lo hacían, nosotros era lo primero.

Al llegar, nos recibió el aire puro y el sonido de los pájaros, algo que mis hijos, Mateo y Sofía, jamás habíamos experimentado. La casa rural era una fantasía. Con una chimenea que hacía ese típico sonido suavemente y una decoración rústica que la verdad nos hizo pensar en muchas cosas. Recuerdo la primera noche cuando mis hijos estaban ilusionados como nunca.

Fue en ese momento cuando pensaba que quizás estábamos perdiendo mucho el tiempo en la ciudad. Bueno, quizás más que el tiempo estábamos perdiendo la oportunidad de ser felices. Tanto teléfono móvil, tantas redes sociales, tanta pantalla y no nos damos cuenta de lo bonito que es hablar, mirarse a los ojos y sentirse. Y sí, eso ya lo pudimos comprobar desde la primera noche.

Nuestra primera mañana

La primera mañana, mientras dábamos una vuelta por el pueblo, nos encontramos con una panadería ecológica. El panadero, don Ramón, nos explicó cómo elaboraba su pan con harinas molidas a la antigua y fermentación natural. Nos invitó a probar una hogaza recién horneada, y la verdad es que su sabor intenso y auténtico nos dejó maravillados. Fue en ese momento cuando nos dimos cuenta de lo distinta que era la vida en el campo, donde cada alimento tenía un origen claro y un proceso cuidado.

Durante nuestra estancia, hicimos excursiones por unos senderos que estaban rodeados de naturaleza. Y fueron los primeros vecinos del pueblo los que quienes nos contaron historias del pueblo. Todavía recuerdo a la señora Antonia. Una mujer entrañable, que nos relató cómo en su infancia recorría a pie kilómetros para ir a la escuela, mientras que don Esteban les habló sobre la leyenda de un antiguo molino embrujado.

La cara de mis hijos era tremenda, parecía que estaban escuchando a un famoso influencer de esos de ahora que cuentan chorradas y se quedan abobados. Pero en este caso, lo estaba contando un hombre de 80 años, con boina, y mis hijos estaban escuchándolo con una cara tremenda.

Los niños empezaron a correr libres por los prados, jugaron con los animales de una granja que había cercana y aprendieron a ordeñar una vaca. Madre mía, como se lo pasaron. Los padres, por nuestra parte, también nos llevamos lo nuestro. En este caso, nos llevamos el placer de la tranquilidad, de ver un atardecer sin prisa y de compartir historias con los habitantes del pueblo. Y sobre todo, de saber que otra vida es posible.

Al final del fin de semana, la familia regresamos a la ciudad con una nueva mentalidad. Yo creo que desde ese día apreciamos más las pequeñas cosas y empezamos a valorar la idea de volver al campo con más frecuencia.

Y es que de este viaje se nos ha quedado un gran legado. Por ejemplo, compramos pan ecológico del Rincón del Segura. Y es que mis hijos siempre me dicen que ya no quieren comer otro pan, que solo les gusta el que comieron en aquel pueblo.

La verdad es que hemos prometido volver, no solo por el descanso, sino por la cercanía de su gente y las historias que allí hemos encontrado. Me gusta saber mucho que mis hijos ahora valoran a sus mayores. Yo creo que desde ese día tienen muy claro que hay que escuchar a nuestros mayores. En mi caso, a su abuelo Paco, que es el único que queda vivo.

Por eso, tengo claro que si algo se puede hacer para combatir el estrés de la ciudad, es irte al pueblo y empaparte. Ahora bien nada de irte a uno lleno de comodidades, lo mejor es irte a uno y empaparte de su gente.

 

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